Cine y mito nacional: Independencia y cine histórico en Argentina, Cuba y Chile (1968 – 1976)

Alfredo_Alcon
Por Ignacio del Valle D.
Si la búsqueda de cambios revolucionarios caracterizó buena parte del siglo XX en América Latina, quizás sean los años 60 y 70 donde ello se dio con mayor fuerza. Agotado el proyecto desarrollista, el continente enfrentaba un contexto internacional de guerra fría, marcado por la Revolución cubana y los procesos de descolonización. Una buena parte de la ciudadanía, en los distintos países, abogó por cambios sociales drásticos y urgentes, que otros sectores tratarían de evitar. Ganó así terreno la polarización social, caldo de cultivo de crisis democráticas y regímenes dictatoriales. A uno y otro lado del espectro político –aunque con connotaciones distintas- se invocaba la idea de “refundar” la nación, de hacer una patria “nueva”, de emprender una revolución. El cine latinoamericano, que vivía entonces su propio proceso de renovación formal, temática y productiva entroncó bien con ese anhelo renovador.

Los diferentes proyectos sociales batallaron por el control de las representaciones simbólicas. Su discurso encontró un eco en propuestas artísticas que plantearon representaciones antagónicas del cuerpo nacional. Asimismo, los diferentes agentes político-sociales buscaron legitimación y sustento ideológico en la Independencia y en el folklor del siglo XIX. Así comenzó a ganar importancia a fines de los años 60 un cine que aludía al nacimiento del estado nación. Se trató en buena medida de filmes donde se desarrollaban alegorías teleológicas: en ellos una corriente política específica –o un régimen- se insinuó como depositaria incorruptible de los valores que emanan de la historia y la tradición nacional. En otras ocasiones la alegoría histórica fue usada para eludir la censura. Este tipo de cine ha sido poco estudiado, abordaremos aquí algunos de los casos emblemáticos de Argentina y Cuba y esbozaremos el proceso en Chile.

El efecto Medusa en el cine histórico-folklórico argentino


El golpe de Estado de 1966 supondrá el inicio de siete años de dictadura en Argentina. Bajo los gobiernos de facto de Juan Carlos Onganía, Roberto M. Levingston y Alejandro A. Lanusse, la precaria situación de la cinematografía argentina se agravará a raíz de políticas que coartarán la libertad de expresión y que se oficializarán a finales de la década con el Decreto Ley 18.019. Ante esta situación los cineastas desarrollarán una actitud de autocensura, un giro hacia temáticas escapistas, como la comedia popular o el musical, y un creciente interés por el drama folklórico-histórico. El auge de este último puede entenderse como una manera de eludir la contingencia de parte de los realizadores que se mantienen dentro de la “legalidad”. Por otro lado, esta forma de producción cinematográfica se inserta en el discurso nacionalista de la dictadura. Alentado por el Instituto Nacional de Cinematografía surge un cine épico, de gesto ampuloso; retrato unívoco de los héroes de la patria y de sus figuras arquetípicas, como el gaucho. En este contexto se inscriben tres films de Leopoldo Torre Nilsson: Martín Fierro (1968), El Santo de la Espada (1970), Güemes, la tierra en armas (1971).

La trilogía supone un quiebre en la obra de este autor. Por un lado se trata de producciones que cuentan con un presupuesto superior al de sus anteriores películas; por otro, en ellas abandona el drama psicológico y el tono intimista e intelectual que lo habían caracterizado. El resultado es un cine con menos aristas, más propenso a la declamación. Si a ello le añadimos la elección de temáticas con fuerte raigambre en el
ethos argentino se podrá entender por qué se vuelve un éxito de taquilla.

En su Martín Fierro, Torre Nilsson se ciñe escrupulosamente al texto original de José Hernández. Los diálogos, sacados del poema original, hacen que éste se erija como un fuerte sustento extra cinematográfico. En las otras dos películas, para abordar el proceso de la emancipación argentina y latinoamericana, Torre Nilsson se centra en dos figuras paradigmáticas: José de San Martín y Martín Miguel de Güemes. El cineasta privilegia una interpretación del pasado donde los procesos históricos se explican por las acciones emprendidas por grandes héroes, que representan los valores de la argentinidad antes incluso de que el proyecto nacional haya cristalizado. Quizás por ello los personajes populares son, como mucho, un retrato de las características folklóricas de una nación aún inexistente.

Para encarnar a Fierro, San Martín y Güemes, el realizador elige a Alfredo Alcón, uno de sus asiduos colaboradores. El dato es significativo, optar por el mismo actor contribuye a uniformar esos tres personajes y establece así un diálogo intertextual entre ellos. Esta estrategia de representación roza el paroxismo en Güemes, la tierra en armas. En dos escenas (merced a una serie de contraplanos) Alcón se desdobla para encarnar a la vez a José de San Martín y a Martín Miguel de Güemes. No parecería aventurado decir que los héroes en las tres películas pueden ser interpretados por el mismo actor porque, en el proyecto de Torre Nilsson, los tres representan manifestaciones análogas del mito nacionalista.

Torre Nilsson lima “asperezas” históricas de San Martín, tal vez por exigencia de la censura y de los militares que vetaron algunas escenas. En la película no se menciona que sea masón, tampoco se dice cuál fue su posición en las luchas de poder de las Provincias Unidas. San Martín parece decidido a liberar su país, Chile y Perú, sin hacer política. “De muy poco entiendo, pero de política menos que nada”, afirma. Se podría aventurar que su discurso es un perfecto tropo de las justificaciones que enarbolarán las dictaduras latinoamericanas, preocupadas de “liberar” a los países de diversos “cánceres”, sin hacer “politiquería”.

La forma de acercarse a San Martín rescata al personaje mítico y no a la persona histórica. En la película el prócer viste siempre de uniforme y es prácticamente inexpresivo. Los pasajes de su vida íntima se abordan de forma sumaria. Demasiado preocupado por la reconstrucción de un personaje salido de estatuas ecuestres, Alcón encarna a un héroe que, como Medusa, parece haber sido petrificado por su propio reflejo. ¿Pero esta petrificación no es acaso un síntoma visible que se repite en todo el cine folklórico-histórico del periodo? Las películas de Torre Nilsson, Antín y Mugica, en su afán por reconstruir “fehacientemente” la Historia ¿no hacen de ésta un objeto de representación petrificada? El cine folklórico-histórico pareciera negarse a sí mismo la posibilidad de abordar los vínculos entre la sociedad del pasado y la del presente. Prisionero de la censura, fosiliza la historia y se fosiliza a sí mismo. Es víctima de las consecuencias que pueda traerle el reflejo de su propia imagen.

La actualización del mito

Una estrategia de representación diametralmente opuesta a la de Torre Nilsson asumirá el Grupo Cine Liberación (GCL) integrado por Fernando Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo. Su producción fílmica, que se desarrolla en la clandestinidad durante el periodo 1966-1973, se caracteriza por una actitud de revisionismo histórico que entronca el mito sanmartiniano –y el peronismo- con las luchas de liberación del Movimiento Tricontinental. Su discurso, influenciado -entre otros- por Fanon, Sartre, Mao, Scalabrini Ortiz y Ernesto Guevara, encuentra su mayor punto de eclosión en La hora de los hornos (1968) y el manifiesto Hacia un Tercer Cine (1969).

Si el sesgo positivista había marcado la trilogía de Torre Nilsson, GCL se caracterizará por una actitud de constante sospecha frente a la historiografía oficial: “Es falsa la historia que nos enseñaron, falsas las riquezas que nos aseguran, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan”, las máximas de Scalabrini Ortiz se presentan al principio de La hora… como una serie de intertítulos sobre fondo negro. El filme sitúa en el proceso de emancipación histórica, el origen de la dependencia política y económica de América Latina frente a potencias extranjeras. Dicho proceso es reinterpretado desde un punto de vista que se opone a la versión canónica impartida en las escuelas: “La independencia de los pueblos latinoamericanos fue traicionada en sus orígenes, la traición corrió por cuenta de las élites exportadoras de las ciudades puerto. El mismo año que Bolívar consolidaba la Independencia en Ayacucho, Rivadavia firmaba en Buenos Aires el empréstito estafa de la banca Baring Brothers”, dice el narrador.

La actitud de sospecha va de la mano con un llamado a redescubrir (o reinterpretar) el discurso de la Independencia desde la óptica de la lucha antiimperialista. Al inicio de Acto para la liberación, la segunda parte de La hora…, se nos indica que estamos ante “notas, testimonios y debate sobre las recientes luchas de liberación del pueblo argentino”. Sin embargo, poco después, aparece en pantalla una orden de San Martín del 27 de julio de 1819: “Compañeros del exercito de los Andes: …la guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos (…) juremos no dejar las armas de la mano, hasta ver el país enteramente libre, ó morir con ellas como hombres de corage”. Estas palabras son acompañadas por imágenes de alzamientos populares y llamados a la acción violenta. El prócer es rescatado de los bronces, para volverse un líder revolucionario, plenamente contingente. Poco importa a Solanas que el San Martín histórico propusiera que los pueblos americanos fueran gobernados por príncipes europeos y estuviera “convencido de la imposibilidad de erigir estos países en república”(1).

La lucha de GCL se libra en el terreno simbólico, tiene como campo de batalla el imaginario colectivo, de ahí la importancia de ganar para su causa las figuras tutelares de la nación argentina. La dictadura, como se ha visto, intentará lo mismo, pero si los regímenes militares coquetean con la idea del tropo o del paralelismo con el mito histórico –“nosotros somos como fue San Martín”- Solanas y GCL plantean la idea de la actualización del mito –“nuestra lucha y la de San Martín son la misma”.

En el plano cinematográfico la actualización es llevada a cabo, en La hora…, a través de una concepción del montaje que recuerda a Dziga Vertov. El cineasta soviético sostenía que se podía construir una película a partir de fragmentos de filmes realizados por terceros, es decir de “trozos de realidad” filmada (“cine-objetos”). El montaje de esos elementos, permitiría la creación de una entidad fílmica (una “cine-frase”) con un tiempo y un espacio propios, que son distintos a los de la realidad (2). Es precisamente eso lo que realizará GCL al entremezclar imágenes fijas y en movimiento de las luchas de liberación de tres continentes; al yuxtaponer secuencias de la oligarquía argentina, con grabados y pinturas de la Independencia; al hacer un solo discurso construido a partir de máximas de San Martín, Bolívar, Martí o Castro. Este procedimiento -influenciado por Vertov y Santiago Álvarez- implica la sustitución de una forma lineal de comprender el tiempo, por otra forma dialéctica de hacerlo. Es así como el proceso de emancipación ya no está anclado en la Historia, sino que forma parte de un continuum, de una lucha que debe ser actualizada por la colectividad que presencia la cinta. De hecho La hora… contempla la interrupción del filme para que se realicen debates a partir de lo que se acaba de ver. No hay, por ello, espacio para la pasividad de parte del público.

La actualización, para Solanas, también comprende los mitos folklóricos. Por ello acusa a Torre Nilsson de no ver en Martín Fierro “el conflicto todavía vigente del pueblo argentino contra la oligarquía” y de “castrar” el pensamiento de Hernández (3). De la crítica, Solanas pasará a la acción: entre 1972 y 1976 lleva a cabo la tortuosa realización de Los hijos del Fierro, un filme proscrito por la dictadura de Videla y que nace, en parte, como una respuesta al Martín Fierro de Torre Nilsson. Su apuesta fue reinterpretar el poema de Hernández, situando la acción en el presente. Para el director, el proletariado argentino es el depositario de los valores de Fierro. Solanas construye, a partir del poema, una alegoría de las luchas del movimiento peronista después del exilio de Perón, en 1955. El protagonista no es Fierro –que simboliza a Perón-, lo son sus hijos, que encarnan distintas ramas del peronismo de izquierda.

La Independencia en el cine cubano

En 1959 la ley de fundación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) estableció que la historia nacional sería tratada por el cine. Sin embargo, sólo a partir de 1968 esta temática ganó importancia. Tres de los siete largometrajes cubanos que se estrenaron entre 1968 y 1969 abordaron el proceso de independencia: Lucía de Humberto Solás, (1968), La odisea del general José de Jorge Fraga (1968) y La primera carga al machete de Manuel Octavio Gómez (1969). A ellos se suman los documentales El llamado de la hora de Manuel Herrera (1969) y Médicos mambises de Santiago Villafuerte (1969). El centenario del inicio de las luchas independentistas (1868) es uno de los motivos que impulsaron el cine histórico; sin embargo, las causas de su preponderancia durante los años 70 habría que situarlas en la compleja situación que atravesaba la isla en ese momento. La burocratización del régimen, el dogmatismo y los primeros fracasos en política exterior, acarrearon una creciente disconformidad de una parte de la intelectualidad cubana, que fue duramente reprimida. El caso de Heberto Padilla, en 1971, es el más conocido, pero no el único. Durante el Quinquenio Gris se arrestó, torturó y expulsó a cientos de intelectuales a raíz de su homosexualidad o de su inconsistencia revolucionaria. Ante esto el ICAIC se replegó sobre sí mismo, temeroso de intervenciones externas que le hicieran perder su autonomía creativa. Como en el caso del cine argentino comercial, la estrategia adoptada frente a un contexto de represión creciente fue la explotación del cine histórico y la evasión de los temas “sensibles” de la contingencia.

La Independencia cubana se reinterpretó a partir del discurso promovido por el régimen, que se auto designaba heredero de ese proceso. Como explica Juan Antonio García Borrero, el Estado Socialista se erigió como “la conclusión histórica inevitable” de cien años de lucha (4). Es por ello que los cineastas cubanos explotaron las analogías entre los héroes del pasado y las figuras del presente –por ejemplo Antonio Maceo y el Che en El llamado de la hora (5)- y mostraron con tintes teleológicos las distintas fases que marcaron esos cien años. Quizás el caso más patente sea Lucía, uno de los filmes latinoamericanos más importantes del periodo. Solás presenta a través de tres mujeres –llamadas Lucía- tres momentos decisivos de la historia cubana reciente: la guerra de Independencia, la lucha contra Machado y la etapa post-revolucionaria. Lucía, en sus tres vertientes, pasará de la sumisión amorosa a la lucha por sus derechos. El film puede ser interpretado como un retrato de la emancipación femenina, pero también como una metáfora de una sociedad que pasa de la alienación a la liberación. Consecuentemente con ello, el universo cinematográfico que construye Solás va de un fuerte expresionismo audiovisual, de corte melodramático, a una comedia violenta pero esperanzadora, al ritmo de la canción Guajira Guantanamera.

Pese a los indudables méritos de Lucía, La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez) y otros títulos como La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976) el cine histórico cubano de los años 60 y 70 supuso la postergación de una corriente cinematográfica crítica con la contingencia social que había comenzado a manifestarse a través de la obra del propio Alea, Sara Gómez y Nicolás Guillén Landrián. A ello habría que añadir el riesgo de una sacralización y estandarización de los mitos nacionales como la que llegó a producirse en Argentina. Los cineastas cubanos debieron desarrollar aún más su capacidad para jugar con el difuso margen de lo permitido, a fin de no terminar como el artista de La muerte de un burócrata (Gutiérrez Alea, 1966), que es engullido por la maquinaria en la que construye bustos en serie de José Martí.

Chile: la analogía truncada

El caso chileno, con el que cerramos este breve análisis, es quizás una metáfora del entusiasmo, las contradicciones, luchas de poder y ausencia de planes estratégicos que caracterizaron al cine de ese país durante el gobierno de la Unidad Popular. Ya en el Manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular (1970) Miguel Littin había rescatado la importancia de las luchas sociales y de los próceres de la Independencia como “herencia legítima y necesaria para enfrentar el presente y proyectar el futuro”. Uno de los principales proyectos cinematográficos del gobierno de Allende sería, en efecto, un film sobre el guerrillero Manuel Rodríguez, la figura de la Independencia con la que la izquierda sentía mayor afinidad. Sin embargo, la película, a cargo de Patricio Guzmán, nunca llegaría a ver la luz. La tensión interna, el bloqueo de EE.UU. y la intervención de la CIA llevaron al gobierno al colapso. Falto de recursos Chile Films –el débil organismo cinematográfico estatal- terminaría por paralizar ése y otros proyectos a finales de 1972 (6). Asediados por diferentes frentes, los cineastas cercanos a la UP habían visto en Manuel Rodríguez –el líder de la resistencia contra la reconquista española- un tropo de su propia situación. La contingencia política y social, empero, convirtió incluso esa analogía en papel mojado.

Perspectivas actuales

Hace cuarenta años, en algunas cinematografías latinoamericanas se empleó la representación fílmica de la Independencia como una forma de legitimación de proyectos políticos y sociales, que quisieron reorganizar las bases de la convivencia nacional y de las estructuras político-económicas de sus países. Aunque la situación ha cambiado profundamente, no deja de ser interesante que, hoy por hoy, al finalizar el año del bicentenario, el viejo sueño bolivariano siga siendo citado por una parte del espectro político y de las sociedades latinoamericanas.

Una serie de producciones audiovisuales han abordado durante este año el tema de la emancipación. ¿Qué estrategias han entablado para tratar este mito fundacional? ¿La petrificación, la analogía, la actualización? Todas y ninguna a la vez. Una nueva política parece haber sido asumida, conscientemente o no –poco importa- por los medios de comunicación masiva, más allá de sus líneas editoriales. Se trata, como apuntaba Diamela Eltit a propósito de los treinta años del golpe de Estado chileno (7), de una política de desmemoria, de una banalización de los procesos históricos a través de la sobreabundancia de imágenes.

1 Edberto Óscar Acevedo, La independencia de Argentina, Madrid : MAPFRE, 1992. p. 191.
2 Georges Sadoul, Dziga Vertov, Paris: Éditions Champ libre, 1971, p. 47-62.
3 Cine, cultura y descolonización, Buenos Aires : Siglo XXI Ed., 1973, p. 95.
4 Cine Cubano de los sesenta: mito y realidad, Madrid: Ocho y Medio, 2008. pp 133-135.
5 Ibid. 261.
6 Jorge Ruffinelli, Patricio Guzmán, Madrid: Cátedra / Filmoteca Española, 2001, pp. 119 – 125.
7 “Acerca de las imágenes como política de desmemoria”, Revue Cinémas d’Amérique Latine nº 17, Toulouse : Arcalt – Presses Universitaires du Mirail, 2009, pp. 26 – 33.

(Este texto es una versión reducida de «Reinterpretando el mito nacional: Independencia y cine histórico en Argentina, Cuba y Chile (1968 – 1976)» publicado en marzo en la Revue Cinémas d’Amérique latine nº18, Toulouse, 2010)
El santo de la espada
La hora de los hornos (parte 1)

Lucía

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